lunes, 23 de julio de 2012

Un buen momento para reír.

Un día llegué al mundo por primera vez. Todo era alucinante. Era un bebé al que le prestaban mucha atención, al que toda la familia adoraba. Era muy pequeña, pero llenaba una gran parte de la vida de mi familia. Si yo reía, todos sonreían pasmados mirando hacia mí. Adoraban mi forma de dormir y me cuidaban para despertarme con un abrazo. Todos sentían miedo a que me cayera y sintiera dolor. Siempre que lloraba venían corriendo hacia mí intentando hacerme reír, pero nadie se daba cuenta de que era un bebé y los bebés no tienen problemas, no necesitan a nadie que les haga reír. Yo lloraba porque tenía sueño, hambre, porque se me había caído la chupa al suelo y no alcanzaba a cogerla, o porque había hecho mis necesidades en el pañal que llevaba puesto y aún no me lo habían cambiado, pero nunca lloraba porque tenía un problema. Esas situaciones no eran un problema. Si ni siquiera conocía nada de la vida. Es imposible tener problemas desde tan pequeña.

Luego pasé de ser un bebé a ser una niña. Era muy risueña y de tanto que reía me mandaban a callar, incluso se enfadaban conmigo y me decían que era una pesada. Es increíble. Siendo un bebé les encantaba que yo me pasase el día riendo y no me quitaban la mirada de encima porque les encantaba mi sonrisa reflejada en mi cara. Ahora que había crecido no podía reír tanto. Mi risa caía pesada, entonces comprendí que siendo un bebé todo es distinto; siendo un bebé me consienten todo, pero el tiempo ya había pasado y había llegado la hora de comenzar a comprender las cosas, de aprender que no en todo momento se puede reír. Debía de saber diferenciar entre los momentos de risa y los momentos de seriedad. Todo se volvió muy difícil. Yo no encontraba la diferencia y no podía evitar que se me escaparan sonrisillas tontas en todo momento. No sé como lo hacía, pero siempre encontraba motivos para reír. Siendo una niña ya no me prestaban tanta atención. Mis heridas eran las que me hacía corriendo en el parque, pero eso tampoco implicaba un problema. Para mí en esta etapa, los problemas eran aquellos momentos en los que perdía o rompía un juguete. La palabra problemas significaba romper algún objeto de mis padres y no saber construir una buena explicación; significaba tener miedo de pedir un juguete nuevo, porque tenía el baúl lleno; significaba la falta de valor cuando no me podía dormir y no era capaz de despertar a mis padres para que me leyeran un cuento. Pero ahora que he crecido me he dado cuenta de que eso tampoco eran problemas.

Después llega la adolescencia. En esta etapa es en la que me encuentro y en ella también sigo riendo, pero mi sonrisa está algo cansada. Estoy hecha un lío. Siendo un bebé podía reír sin límites; siendo niña podía reír, pero eligiendo el momento adecuado. Y ahora, siendo adolescente, ¿Cuándo puedo reír, si cada día encuentro menos motivos para hacerlo? Me duele darme cuenta de las cosas. Ya no soy un bebé, ya no soy una niña. Ahora soy adolescente, ya he vivido demasiadas experiencias, tal vez más de las que debería de haber vivido con esta edad. Mis heridas ya no son causa de las caídas en las carreras que había ganado o perdido jugando con otras niñas, ahora son heridas de verdad, de las que duelen, aquellas que se producen dentro de mi ser y dejan cicatriz. Mi meta ya no está al otro lado del parque, ahora está mucho más lejos, tanto que ni siquiera alcanzo a verla. Dicen que esta es la etapa de la tontería, la etapa en la que me rebelo contra el mundo, en la que hago las cosas sin pensar, en la que me dejo llevar por lo peor pensando que es lo que más me conviene, pero yo no me encuentro así. Estoy segura de que tengo la cabeza asentada y eso nadie lo cambiará. Puede que haya cometido errores y me haya comportado como cualquier adolescente, pero sé que no soy como ellos. Yo no soporto tener amistades de mi edad, porque todas ellas parece que no tienen cerebro, que les faltan un par de neuronas (si es que tienen alguna). Con catorce años he tenido que sentirme como una mierda pisoteada encima de una asquerosa acera; he tenido que aprender a levantarme sola. La vida me ha demostrado que no le he importado a nadie durante mucho tiempo. Recuerdo el bebé que fui y rompo a llorar deseando poder volver al pasado y quedarme encerrada en él. No quiero crecer, ya que me he dado cuenta de que eso significa saber reflexionar, saber darme cuenta de las cosas, aprender a no molestar con mi risa y saber elegir el momento adecuado para reír. Siendo grande todo son problemas y me quedaría toda la tarde aquí, anotándolos uno por uno, pero no me apetece pensar en ello ahora. Esperaré todo lo que tenga que venir y me enfrentaré a todo lo que me impida seguir. Sé que ese será un buen momento para reír, porque ante todos los problemas hay que sonreír.

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