domingo, 21 de septiembre de 2014

Ella.

Todo aparenta tan calmado, tan tranquilo... Ella parece tan feliz, tan sonriente y tan a gusto consigo misma. Ríe a carcajadas, mientras su único propósito es que los de su alrededor también lo hagan. Intenta subir la autoestima a todo aquel que lo necesite. Sonríe, no deja ni un segundo de hacerlo. Le preguntan qué tal está, a lo que ella responde bien, muy bien, como si no pasara nada, como si nada fuese mal, como quien no sabe qué son los problemas, como si la vida fuera perfecta. Ayuda a quien se lo pida, de cualquier modo, siempre está dispuesta a lo que sea con tal de ayudar. Le importa muy poco no recibir nada a cambio. Nunca da para que le den. Da porque siente que eso le ayuda a crecer como persona y, además, le hace sentir grande, aunque esté convencida de que vale muy poco.

El problema es que ella es la misma que en cuanto llega la noche, en cuanto no le acompaña más que la soledad, se viene abajo, muy abajo, como si el mundo se le echara encima en milésimas de segundo. Pierde la sonrisa, pierde la autoestima. Se pierde entre una mezcla de sentimientos, entre una explosión de dudas, preguntas sin respuesta. Cuando necesita ayuda no sabe a quién pedírsela, no sabe quién de verdad está ahí para escucharle, y no para de repetirse que tal vez moleste, así que una vez más (y como siempre) se queda callada, llorando hasta la madrugada, hasta que tenga que salir nuevamente ahí afuera, a enfrentarse contra toda una marea de gente, todos diferentes, ella la que más. Se siente un ser extraño, que no encaja, pero tampoco quiere hacerlo, pues quien le quiera de verdad le aceptará sin la necesidad de hacerle cambiar. Está rota por dentro, totalmente destrozada, pero con cada pedazo de sí misma aprende a ser cada vez un poquito más fuerte.

No dice nada, lo escribe todo. Ella sólo siente que actúa como realmente es cuando se sienta a escribir. No habla por miedo a que nadie esté escuchando, por lo que pueda pasar, por evitar problemas, o porque siente que no le queda voz. Escribe para hablar consigo misma, para desahogarse y al mismo tiempo consolarse de sus propias penas. El problema es que ni ella misma sabe del todo por qué escribe tanto y habla tan poco. Por qué hasta en sus peores días sale a la calle con una sonrisa. El problema es que ella, soy yo.

jueves, 7 de agosto de 2014

Si supiera.

Si supiera que más de un invierno he soňado con tener sus brazos como abrigo, con sentir las yemas de sus dedos contando los lunares de mi espalda, mientras sus besos se convierten en mi mejor manta. Si supiera que cada día se convierte en veinticuatro maneras distintas de extraňarle, deseando veinticuatro veces poder abrazarle. Si supiera que no hay nada que más duela que oír sonar el teléfono y no sea su voz la que escuche al descolgarlo. Si supiera que odio no verle sonreír, y que haría lo que fuera por escuchar su risa a diario. Si supiera que tiene los ojos más bonitos que me he encontrado, y la mirada que siempre he andado buscando. Que su perfume sólo me gusta cuando lo huelo en su cuerpo, que todo lo bueno que le pase es como si me pasara a mí; que en las malas (aunque quizás no le haga falta) siempre me va a tener ahí. Y que me da igual cómo, cuándo y con quién, lo único que quiero es verle feliz.
Si supiera todo lo que no sabe...

miércoles, 26 de marzo de 2014

No somos lo que todos ven por fuera, sino lo que llevamos dentro y muy pocos saben ver.

Somos como un paquete de regalo: nuestro físico es el papel que envuelve lo que realmente somos. Claro, seguro que todos preferimos los regalos con envoltorios bonitos, pero nunca nos hemos detenido a pensar en que lo verdaderamente importante no es lo que envuelva el paquete, sino lo que permanezca dentro de él. Porque el papel de un regalo, cualquiera, por muy lindo que sea, siempre acaba estropeado. Porque un envoltorio no describe lo que hay tras él.

Porque no somos lo que todos ven por fuera, sino lo que llevamos dentro y muy pocos saben ver.

martes, 11 de febrero de 2014

No hay nada que duela tanto como una despedida.

Aquellos labios de fresa que me dejaban sabor a gloria cada vez que me besaban, se encontraban ahora pálidos y secos. Su cuerpo, más blanco de lo habitual, y casi tan frío como el propio invierno, yacía sobre la cama. Sus manos permanecían inmóviles sobre el lado izquierdo del pecho, aparentaban estar buscando los latidos de un herido corazón que se había cansado de vivir.

De sus ojos, entreabiertos, todavía se escapaba una mirada profunda, azul como el cielo, y tan fogosa como la lava más ardiente. Era una luz cegadora que al mismo tiempo iluminaba a quien la mirase. De todas las miradas, estoy segura de que la suya era la más resplandeciente. Cada vez que le miraba era como volar sin alas a un inmenso cielo azul, en el que permanecer de pie sobre unas nubes de terciopelo era posible, y saltar de una a otra sin miedo a caer, también; porque aquellas pupilas me hacían sentir tan segura, tan protegida, que ni el más peligroso riesgo lograba hacerme temblar.

Mis pulmones aún se empeñaban en respirar su aroma, aquel perfume de Hugo Boss que tanto me enloquecía. Y si mirarle a los ojos me hacía alcanzar el cielo, cuando le olía lograba volar hasta sobrepasar el Universo. Pero en aquella habitación ya no quedaba ni la más minúscula gota de su colonia, tal vez por ello me sentía encerrada en un insondable abismo sin salida.

Abrí el armario y me abracé a su camiseta preferida. Cerré los ojos y por un momento sentí que sus brazos volvieron a entrelazarse con los míos, pero al abrirlos vi que no estaba, que no iba a regresar. Aquello era una auténtica pesadilla de la que no podía despertar, por muchas veces que me pellizcara.

Llegó la hora. La maldita hora. El coche fúnebre ya estaba aparcado en la puerta de casa. ¿Quién iba a decir que nuestro próximo paseo juntos iba a ser a un lugar tan espantoso como lo es el cementerio?

Al regresar a casa, después de haberle dado el último y más doloroso adiós, con mis manos temblorosas, desenvolví el regalo que me había dejado, antes de partir, en la mesilla de noche, al lado de la fotografía de nuestro primer viaje juntos, en el verano de 1935. Una carta recortada en forma de corazón, atada con un lazo rojo a un frasco de perfume de cien mililitros. El perfume de Hugo Boss...

Aquí tienes, princesa, para que nunca dejes de volar. Yo me he ido, pero eso no significa que tú ya no tengas alas. Nunca seas tan cobarde como lo fui yo. Lucha. Si caes, levántate. En cada caída te harás más fuerte, recuérdalo. La salida más fácil de la vida es huir de ella, sobretodo cuando sólo se dedica a poner barreras que impiden avanzar en el camino; pero a veces escoger lo fácil acaba siendo la peor opción, y si no lo crees mírame a mí; mira cómo he acabado por haberme rendido y haberme decantado por lo más sencillo. Te quiero. Aunque mi corazón ya no lata, aunque las circunstancias de la vida me lo hayan roto, te continuaré queriendo siempre, con cada uno de sus pedacitos. Sonríe siempre, por favor, porque tu sonrisa siempre fue el motivo de la mía.

Desde entonces no hago más que sonreír y vivir de sus recuerdos, de las caricias que dejó ancladas en cada poro de mi piel, de las noches que pasó contándome a besos los noventa lunares de mi espalda, de las tardes de invierno en las que sus brazos eran el mejor abrigo. Ahora que se ha ido es cuando siento que le quería más de lo que le demostré. Claro, yo también soy de esas personas que aprenden a valorar lo que tienen cuando lo pierden.

Su partida me ha dejado infinidad de heridas, de esas que no se ven a simple vista, de las que el tiempo no cura, y continúan doliendo incluso cuando cicatrizan. ¿Qué puedo hacer? No me queda otra alternativa que continuar hacia delante en el pedregoso camino de la vida, aunque quizás haya escogido la peor manera de hacerlo...


Y es que no hago más que sumergir mis penas en botellas de whisky barato, buscándole en el fondo de todas ellas. Me destrozo el hígado intentando sanar el corazón. ¡Tremenda tontería! Pero de algún modo tendré que calmar, aunque sea por un instante, el dolor que me ha causado su adiós. Porque no existe nada en la vida que duela tanto como una despedida.

Clases de gente.

Lo que pasa es que en el mundo siempre habrá gente que se crea más de lo que es y gente que no se valore lo suficiente. Gente que hable contigo, gente que hable de ti, y gente que se dedique a hacer las dos cosas. Gente que te ayude a luchar y gente que hará todo lo posible por detenerte en el camino hacia lo que desees alcanzar. Gente que no se alegre por tus méritos, sino por tus derrotas. Gente que finja alegrarse cuando algo bueno te ocurre, y gente que se alegre de verdad. Gente que promete estar a tu lado en todo momento, pero sólo aparece en los buenos. Gente que esté a tu lado siempre. Gente que te utilice. Gente que te quiera. Gente que sólo te quiera cuando te necesite. Gente que te busque porque te extraña, y gente que te busque porque le interesa encontrarte. Gente que promete y no cumple. Gente que cumple sin necesidad de prometer. Gente cariñosa y gente más fría que el propio invierno. Gente que un día te salude y otro no, y gente que te salude todos los días. Gente que te sonría aunque no te conozca, y gente que aunque te conozca no es capaz de hacer el menor de los gestos para saludarte cuando se encuentre contigo. Gente que te pida consejos y al final acabe haciendo lo que quiere. Gente falsa y gente verdadera. Gente feliz. Gente triste que finge ser feliz. Gente triste. Gente feliz que finge estar triste para llamar la atención. Gente sin orgullo y gente muy orgullosa. Gente que perdone, pero no olvida. Gente que olvida, pero no perdona. Gente que ni olvida ni perdona. Gente enamoradiza y gente que no quiere ver el amor ni en pintura. Gente que miente y gente que siempre dice la verdad. Gente buena. Gente mala. Gente demasiado buena. Gente demasiado mala. Gente buena y mala. Gente más mala que buena y también viceversa.