Aquellos labios de
fresa que me dejaban sabor a gloria cada vez que me besaban, se
encontraban ahora pálidos y secos. Su cuerpo, más blanco de lo
habitual, y casi tan frío como el propio invierno, yacía sobre la
cama. Sus manos permanecían inmóviles sobre el lado izquierdo del
pecho, aparentaban estar buscando los latidos de un herido corazón
que se había cansado de vivir.
De sus ojos,
entreabiertos, todavía se escapaba una mirada profunda, azul como el
cielo, y tan fogosa como la lava más ardiente. Era una luz cegadora
que al mismo tiempo iluminaba a quien la mirase. De todas las
miradas, estoy segura de que la suya era la más resplandeciente.
Cada vez que le miraba era como volar sin alas a un inmenso cielo
azul, en el que permanecer de pie sobre unas nubes de terciopelo era
posible, y saltar de una a otra sin miedo a caer, también; porque
aquellas pupilas me hacían sentir tan segura, tan protegida, que ni
el más peligroso riesgo lograba hacerme temblar.
Mis pulmones aún
se empeñaban en respirar su aroma, aquel perfume de Hugo Boss
que tanto me enloquecía. Y si mirarle a los ojos me hacía alcanzar
el cielo, cuando le olía lograba volar hasta sobrepasar el Universo.
Pero en aquella habitación ya no quedaba ni la más minúscula gota
de su colonia, tal vez por ello me sentía encerrada en un insondable
abismo sin salida.
Abrí el armario y
me abracé a su camiseta preferida. Cerré los ojos y por un momento
sentí que sus brazos volvieron a entrelazarse con los míos, pero al
abrirlos vi que no estaba, que no iba a regresar. Aquello era una
auténtica pesadilla de la que no podía despertar, por muchas veces
que me pellizcara.
Llegó la hora. La
maldita hora. El coche fúnebre ya estaba aparcado en la puerta de
casa. ¿Quién iba a decir que nuestro próximo paseo juntos iba a
ser a un lugar tan espantoso como lo es el cementerio?
Al regresar a casa,
después de haberle dado el último y más doloroso adiós, con mis
manos temblorosas, desenvolví el regalo que me había dejado, antes
de partir, en la mesilla de noche, al lado de la fotografía de
nuestro primer viaje juntos, en el verano de 1935. Una carta
recortada en forma de corazón, atada con un lazo rojo a un
frasco de perfume de cien mililitros. El perfume de Hugo
Boss...
Aquí tienes,
princesa, para que nunca dejes de volar. Yo me he ido, pero eso no
significa que tú ya no tengas alas. Nunca seas tan cobarde como lo
fui yo. Lucha. Si caes, levántate. En cada caída te harás más
fuerte, recuérdalo. La salida más fácil de la vida es huir de
ella, sobretodo cuando sólo se dedica a poner barreras que impiden
avanzar en el camino; pero a veces escoger lo fácil acaba siendo la
peor opción, y si no lo crees mírame a mí; mira cómo he acabado
por haberme rendido y haberme decantado por lo más sencillo. Te
quiero. Aunque mi corazón ya no lata, aunque las circunstancias de
la vida me lo hayan roto, te continuaré queriendo siempre, con cada
uno de sus pedacitos. Sonríe siempre, por favor, porque tu sonrisa
siempre fue el motivo de la mía.
Desde
entonces no hago más que sonreír y vivir de sus recuerdos, de las
caricias que dejó ancladas en cada poro de mi piel, de las noches
que pasó contándome a besos los noventa lunares de mi espalda, de
las tardes de invierno en las que sus brazos eran el mejor abrigo.
Ahora que se ha ido es cuando siento que le quería más de lo que
le demostré. Claro, yo también soy de esas personas que aprenden a
valorar lo que tienen cuando lo pierden.
Su partida me ha dejado infinidad de heridas, de esas que no se ven a
simple vista, de las que el tiempo no cura, y continúan doliendo
incluso cuando cicatrizan. ¿Qué puedo hacer? No me queda otra
alternativa que continuar hacia delante en el pedregoso camino de la
vida, aunque quizás haya escogido la peor manera de hacerlo...
Y es que no hago más que sumergir mis penas en botellas de whisky
barato, buscándole en el fondo de todas ellas. Me destrozo el hígado
intentando sanar el corazón. ¡Tremenda tontería! Pero de algún
modo tendré que calmar, aunque sea por un instante, el dolor que me
ha causado su adiós. Porque no existe nada en la vida que duela
tanto como una despedida.