martes, 11 de febrero de 2014

No hay nada que duela tanto como una despedida.

Aquellos labios de fresa que me dejaban sabor a gloria cada vez que me besaban, se encontraban ahora pálidos y secos. Su cuerpo, más blanco de lo habitual, y casi tan frío como el propio invierno, yacía sobre la cama. Sus manos permanecían inmóviles sobre el lado izquierdo del pecho, aparentaban estar buscando los latidos de un herido corazón que se había cansado de vivir.

De sus ojos, entreabiertos, todavía se escapaba una mirada profunda, azul como el cielo, y tan fogosa como la lava más ardiente. Era una luz cegadora que al mismo tiempo iluminaba a quien la mirase. De todas las miradas, estoy segura de que la suya era la más resplandeciente. Cada vez que le miraba era como volar sin alas a un inmenso cielo azul, en el que permanecer de pie sobre unas nubes de terciopelo era posible, y saltar de una a otra sin miedo a caer, también; porque aquellas pupilas me hacían sentir tan segura, tan protegida, que ni el más peligroso riesgo lograba hacerme temblar.

Mis pulmones aún se empeñaban en respirar su aroma, aquel perfume de Hugo Boss que tanto me enloquecía. Y si mirarle a los ojos me hacía alcanzar el cielo, cuando le olía lograba volar hasta sobrepasar el Universo. Pero en aquella habitación ya no quedaba ni la más minúscula gota de su colonia, tal vez por ello me sentía encerrada en un insondable abismo sin salida.

Abrí el armario y me abracé a su camiseta preferida. Cerré los ojos y por un momento sentí que sus brazos volvieron a entrelazarse con los míos, pero al abrirlos vi que no estaba, que no iba a regresar. Aquello era una auténtica pesadilla de la que no podía despertar, por muchas veces que me pellizcara.

Llegó la hora. La maldita hora. El coche fúnebre ya estaba aparcado en la puerta de casa. ¿Quién iba a decir que nuestro próximo paseo juntos iba a ser a un lugar tan espantoso como lo es el cementerio?

Al regresar a casa, después de haberle dado el último y más doloroso adiós, con mis manos temblorosas, desenvolví el regalo que me había dejado, antes de partir, en la mesilla de noche, al lado de la fotografía de nuestro primer viaje juntos, en el verano de 1935. Una carta recortada en forma de corazón, atada con un lazo rojo a un frasco de perfume de cien mililitros. El perfume de Hugo Boss...

Aquí tienes, princesa, para que nunca dejes de volar. Yo me he ido, pero eso no significa que tú ya no tengas alas. Nunca seas tan cobarde como lo fui yo. Lucha. Si caes, levántate. En cada caída te harás más fuerte, recuérdalo. La salida más fácil de la vida es huir de ella, sobretodo cuando sólo se dedica a poner barreras que impiden avanzar en el camino; pero a veces escoger lo fácil acaba siendo la peor opción, y si no lo crees mírame a mí; mira cómo he acabado por haberme rendido y haberme decantado por lo más sencillo. Te quiero. Aunque mi corazón ya no lata, aunque las circunstancias de la vida me lo hayan roto, te continuaré queriendo siempre, con cada uno de sus pedacitos. Sonríe siempre, por favor, porque tu sonrisa siempre fue el motivo de la mía.

Desde entonces no hago más que sonreír y vivir de sus recuerdos, de las caricias que dejó ancladas en cada poro de mi piel, de las noches que pasó contándome a besos los noventa lunares de mi espalda, de las tardes de invierno en las que sus brazos eran el mejor abrigo. Ahora que se ha ido es cuando siento que le quería más de lo que le demostré. Claro, yo también soy de esas personas que aprenden a valorar lo que tienen cuando lo pierden.

Su partida me ha dejado infinidad de heridas, de esas que no se ven a simple vista, de las que el tiempo no cura, y continúan doliendo incluso cuando cicatrizan. ¿Qué puedo hacer? No me queda otra alternativa que continuar hacia delante en el pedregoso camino de la vida, aunque quizás haya escogido la peor manera de hacerlo...


Y es que no hago más que sumergir mis penas en botellas de whisky barato, buscándole en el fondo de todas ellas. Me destrozo el hígado intentando sanar el corazón. ¡Tremenda tontería! Pero de algún modo tendré que calmar, aunque sea por un instante, el dolor que me ha causado su adiós. Porque no existe nada en la vida que duela tanto como una despedida.

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