lunes, 25 de noviembre de 2013

25 de noviembre, día contra la violencia de género.

Sara despertó como cada mañana: sola, aislada, sin sentir el cariño del chico que estaba al otro lado de la cama; el que antes le regalaba rosas y dejaba que ella le contara cada noche los lunares de su espalda. Ahora, ni una caricia quedaba. No había más que recuerdos en aquella habitación cargada de nostalgia, gritos, y lágrimas.

Todo era tan bonito al principio... Besos, sonrisas, abrazos, llamadas, promesas y palabras, muchas palabras. Quizá Sara nunca aprendió que no todo el mundo cumple sus promesas, que no todas las promesas son sinceras; tal vez tampoco aprendió que las palabras se las lleva el viento, y de nada vale leer un “te quiero” todos los días, si ninguno de ellos se demuestra con hechos.

Hoy, Martín despertó furioso, hambriento, gritándole a Sara por no llevarle el desayuno a la cama. Ella estaba tan enamorada, que aún no se daba cuenta de cómo la trataba. Así que obedeció a su amor, o mejor dicho: a su amo. Débilmente, se levantó de la cama y se dirigió hacia la cocina para preparar el desayuno de la bestia a la que ella consideraba su príncipe.

Martín la miraba con odio, pero ella todavía creía que aquella mirada desprendía amor, por ello le sonrió. Él café estaba frío, y él se lo escupió. Sara no reaccionó, quiso hablar, pero él no se lo permitió, y una vez más se le reventaron las palabras en su interior.

Pasaron días, meses, años... Y aún salían a la calle agarrados de la mano, fingiendo ser tan felices como en aquella primavera en la que se conocieron. Primavera que, con el paso del tiempo, había dejado la vida de Sara sin flores.

Sus faldas se convirtieron en pantalones; sus vestidos, en camisetas de manga larga; sus tacones, en playeras o sandalias. Sus sonrisas... En lágrimas. Pero ella aún pensaba que a todo aquello se le podía llamar amor. Que los celos que sentía Martín cuando algún chico la miraba por la calle, era amor. Que los moretones, los gritos, y las peleas, surgían por amor. Sara se hacía la ciega, una ciega que podía ver, pero no quería mirar; no quería darse cuenta de que el maltrato no significaba amor, sino violencia.

El tiempo continuó pasando, y Sara acabó sola ante un príncipe azul que le hacía ver todo negro. Perdió el contacto con sus amigos y con su familia. Creía que ella no servía para nada, porque era eso lo que Martín le había hecho creer. Lloraba a todas horas, cada vez estaba más delgada, no salía de casa. Tenía heridas, exteriores e interiores, y estas últimas son las que más le dolían, pues son las que siempre continúan doliendo incluso cuando cicatrizan.

Una noche, Martín abusó sexualmente de Sara, y fue ahí donde ella se dio cuenta de que no aguantaba más, de que aquello no era amor, sino un auténtico infierno; de que el cuento de hadas se había convertido en una historia de miedo.

Cuando Martín se quedó dormido, la muchacha, aterrada, tuvo la suficiente fuerza como para salir huyendo de aquel martirio. No sabía a dónde iba, pero estaba segura de que cualquier lugar iba a ser mejor que su propia casa. Antes de irse, escribió casi sin pulso una carta que dejó a Martín en la mesa de la cocina, donde cada mañana él le escupía el café.

"No sé qué estarás pensando ahora mismo, no sé si me querrás partir la cara como hacías cada mañana, o si querrás irme a buscar para volver a empezar. Pero ya es tarde, Martín, el tiempo se ha acabado. ¿Sabes? Yo siempre creí que mi príncipe azul iba a tratarme como una princesa, pero nunca me dijeron que un príncipe también se puede convertir en bestia. ¿Por qué me mentiste? ¿Dónde quedó todo aquel amor que un día me demostraste? Quizá ya sea tarde para preguntas, y tal vez ya no tenga sentido escuchar las respuestas. Cariño, ¿te acuerdas de aquella primavera? Fue en ella donde me hiciste sentir la flor más grande... ¿Y quién me iba a decir a mí que iba a terminar marchitada? Ya no estoy aquí, ni volveré a estar. Sé que tu vida sin mí será mejor, sé que yo no era más que un estorbo, una carga. Ni tú fuiste mi príncipe, ni yo tu princesa. Nos equivocamos de cuento, Martín. Tú y yo no estábamos destinados a escribir juntos una misma historia, tal vez por ello no hayamos tenido ese final feliz que todo cuento de hadas tiene. A pesar de todo, te deseo lo mejor. Sabes que cada recuerdo vivido contigo siempre permanecerá conmigo, allá donde me encuentre estaré contigo. Porque aún te amo, Martín, te amaré siempre. Los malos recuerdos tienen una forma muy curiosa de clavarse en el cerebro. Y claro, cuanto más trato de olvidarlos, con más fuerza los recuerdo. Por ello será mejor marcharme y olvidarme, de una vez por todas, de todo lo vivido. Eras el motivo por el cual yo vivía cada día, y mira, ahora has sido tú por quien he decidido irme de la vida. No sé qué pasó, pero sé que desde que pasó, nada volvió a ser lo mismo. Busca a tu princesa, Martín, y trátala como tal. Sé que eres un gran príncipe. Dile a mi familia que la quiero, que no se preocupe por mí, porque un día todos se preocuparon y yo no les hice caso; así que es hora de que todos sean felices, felices sin mí. Hasta siempre, Martín. No sé si aún me lees, tal vez ni hayas abierto la carta; pero por favor, si me escuchas, si todavía la distancia no es barrera, acerca el oído al papel y escucha que te quiero, que siempre, como te prometí, te querré. O mejor dicho: te amaré".



lunes, 11 de noviembre de 2013

Lo que he aprendido de la vida.

He aprendido que nada en la vida es para siempre y todo en ella es pasajero. Que no es lo mismo ser amigos que ser compañeros. He aprendido que no siempre los que me quieren son los únicos que me buscan, en la mayoría de los casos los que me buscan es porque me necesitan. Y eso no es querer, es utilizar. Que yo sé querer, pero no odiar. Que una cosa es ser buena y otra muy distinta es ser gilipollas. Y luego estoy yo, que soy un poco de las dos cosas (más lo segundo que lo primero). He aprendido que no todo el mundo cumple sus promesas, y que no todas las promesas son sinceras. Que la mentira duele, pero la verdad duele mucho más. Que es una tontería echar de menos a personas que a mí siempre me han echado de más, y aún así no puedo evitar extrañar a toda persona que para mí un día significó algo, lo que sea, a pesar de que yo nunca signifiqué nada para ella. He aprendido a sonreír por encima de todo, aunque todo esté encima de mí. He aprendido que callarme de vez en cuando no está mal, pero callarme siempre, sí lo está. Que la gente que me valora me lo demostrará con hechos, no con palabras. Que quien me quiere, me lo demostrará cada día. Que no todo el mundo es bueno, aunque nunca he sabido o no he querido encontrar el lado malo de alguien. Que el tiempo pasa y las cosas cambian, al igual que las personas, al igual que yo misma. Que los sueños no son solo sueños, y si lucho podré hacerlos realidad. Que la realidad duele cuando no es la que deseo. Que cuando tengo delante lo que quiero, todo lo demás da igual. Que todo camino es pedregoso, sobretodo el de la vida, pero de cada caída me tendré que levantar. Que tengo que ser más fuerte que las barreras que se interpongan ante mí. Que quedarme estancada no sirve de nada e intentar avanzar siempre será mejor que rendirme. Que todo llega a su tiempo, aunque a veces parezca que el tiempo venga de rodillas. Que no siempre tendré lo que merezco, a veces tendré más, y a veces menos. Que, tal vez, sonreír en los malos momentos no resuelva nada, ¿pero acaso llorar resuelve algo? Que mi sonrisa no siempre refleja felicidad. Que dar es mejor que recibir, y dar sin pedir nada a cambio me hace crecer como persona. Que hay unos días mejores que otros, y los buenos siempre se pasan más rápido que los malos. Que la vida es maravillosa, sólo tengo que luchar para encontrar sus maravillas. Que quien me quiere de verdad, me acepta tal como soy. Y quien no me quiere siempre me hará cambiar. 

He aprendido a no esforzarme en ser igual que alguien, a no intentar ser igual que los demás. Que lo que digan de mí no define quién soy. Que nadie me conoce, pero siempre hablarán de mí. Que ser diferente no es malo, lo malo es empeñarse en ser igual. Que la compañía no es mejor que la soledad cuando lo que necesito es estar sola. Que si algún día decido cambiar, debo hacerlo a mejor y siempre por mí, nunca por alguien. Que la mejor manera de aprender es equivocándose. Que amar no es desear, y querer tampoco es amar. Que el orgullo sólo sirve para perder oportunidades, y el rencor para perder personas. Que nadie sabe vivir y todos estamos improvisando. Que es la misma vida la que me enseña a vivir. Que no debo comerme la cabeza, sino el mundo. Que toda rosa tiene espinas. Que toda herida cicatriza, pero eso no significa que no continúe doliendo. Que hay momentos inolvidables y momentos que no se deben recordar. Que sentarme y sacar lo que llevo dentro, nunca está de más. Que hay muchos recuerdos que quiero eliminar, pero he aprendido que, cuanto más trate de olvidar algo, con más fuerza lo voy a recordar. Que guardo demasiadas letras dentro, historias que nunca he querido contar, palabras que jamás debí tragar. He aprendido tanto de la vida... Y lo que me queda.