martes, 30 de abril de 2013

Me voy a ser feliz. No me esperéis despiertos.

A base de golpes, caídas, heridas, lágrimas y soledad, es como he aprendido a ser fuerte. Porque sé lo que es la soledad, sé lo que es caer y no tener a nadie ahí para ayudarme a levantar, sé lo que es el dolor, sé lo que es tener una herida abierta y sangrando. Yo caí en un abismo, y ahí no se veía nada. Pero pude salir y lo hice sola. Tal vez esto es lo que me ha ayudado a madurar, a mirar la vida como un laberinto difícil y cargado de obstáculos, pero con una salida que me lleva a vivir momentos repletos de alegría. Puede que la vida tenga malos momentos, quizá el número de tristezas sea mayor que el de alegrías, o viceversa, no lo sé. Lo que sé es que es maravillosa, a pesar de todo, la vida es uno de nuestros mayores regalos. Y todo regalo se acaba rompiendo, desvaneciendo, perdiendo, o simplemente se tira a la basura porque ya es demasiado viejo. ¿Por qué no iba a terminar la vida? Toda historia tiene principio, y también final. Todas las historias tienen comas que nos ayudan a respirar, puntos que nos hacen recuperar el aliento para poder seguir adelante... La vida también tiene comas para ayudarnos a respirar, puntos que nos indican el final de un párrafo, de un camino, de un atajo, y nos hace comenzar una vez más, en la misma historia, pero por un lugar desconocido. Y encontrarnos con el punto y final es como quedarse respirando eternamente dentro de un mundo sin oxígeno, es la pausa más larga que nos tomamos antes de seguir. ¿Seguir hacia dónde? No lo sé, no tengo ni la más remota idea de hacia dónde iré después de aquí, de esta historia, que es la vida. Pero, mientras tanto, viviré. Haciendo pausas, respirando, recuperando el aliento... Y, sobretodo, aprendiendo de cada error. He nacido para ser feliz, no perfecta. ¿Qué más da lo que digan? ¿Qué más da lo que piensen? Viviré a mi manera, para llegar al puerto que yo quiera. Si tengo que pasar página, cambiaré de libro. No me gusta seguir leyendo una historia que no me gusta. No sé quién estuvo antes de mí, ni quién estará después de mí; sólo sé que yo estoy aquí para vivir. Me voy a ser feliz. No me esperéis despiertos. No sé cuándo regreso.

martes, 23 de abril de 2013

Aunque calle, pido a gritos que regreses.

Una vez más, vuelvo a quedarme sola en casa. Intento subir el volumen de la música para llenar los espacios vacíos, pero es imposible llenar tantos huecos con unas simples y míseras canciones. Joder, vuelvo a echarte de menos sin querer y queriendo a la vez. He sido tan imbécil, me he comportado tan mal, he tenido los ojos tan cerrados, que ahora que los abro es cuando veo lo que significas para mí. 

Sabía que todo esto de extrañarte a cada segundo y todos los días iba a ocurrir, pero no hice nada para evitarlo. Me hice la ciega que podía ver, pero no quería mirar; no quise aceptar que la distancia se iba a interponer e iba a destrozar este fuerte vínculo, no quise asumir que todo iba a cambiar en apenas segundos. Y llegó ese momento, sonó esa maldita campana que anunciaba la despedida. ¿Cómo iba a decirte adiós, si no quería que te marchases? "Será un hasta siempre", pensé. "Adiós", te dije. Te despedí con una débil sonrisa y unas congeladas palabras, mientras por dentro me corroían las ganas de ir a abrazarte y no soltarte nunca más. Pero el miedo fue más fuerte que yo, y tuve que conformarme con una fría despedida. ¿Miedo a qué? Ni siquiera yo lo sé del todo bien. Miedo a perderte para siempre y tener que convertirte en recuerdos, tal vez.

Y hoy todo es tan distinto sin ti, sin los momentos que vivimos juntos, sin esas sonrisas que sólo tú sabes sacar en los buenos y malos momentos, sin respirar el aroma que tanto adoraba cada vez que pasabas por mi lado... No sé, quizás me arriesgué a quererte más de lo que debía.

Tengo la esperanza de que, el mismo reloj que un día nos separó, nos vuelva a reencontrar en el camino; de hecho tú me lo aseguraste, sin embargo yo no sé por qué diablos no termino de creerte. Será porque prometiste tanto y cumpliste tan poco, que ahora siempre me cuesta creer en tus palabras.

"No me gusta verte sin una sonrisa", "de cualquier manera, tú sigue ahí, no te rindas", "te quiero mucho", "¿hace falta que lo pregunten? Claro que lo es: es mi niña". Las palabras más grandes que he recibido y las cuales guardaré siempre dentro de mí, no esperaba menos de alguien tan grande como tú y me alegra saber que proceden de ti. Sólo espero que tú tampoco las hayas olvidado, ni hayas borrado su significado. Espero que aún siga significando algo para ti. Sé que hay algo que te impulsa a acercarte a mí, y tal vez tú también quieras convertir todo en lo que era antes. Pero dentro de mí se mueve algo que me maneja, que me obliga a alejarme de ti sin querer. Y me da rabia, me da rabia actuar fría y distante, cuando sé que lo que siento es muy fuerte, mucho más fuerte y grande que la distancia que nos separa.

Ya no queda nada de esta cuerda repleta de momentos en común, la cual compartíamos para llegar cada vez más lejos, ya se ha desvanecido, y yo he caído al vacío, y aquí no se ve nada, todo está muy oscuro, tal vez por ello te he perdido y sienta que estás cada vez más lejos. Todo ha quedado en recuerdos, muy buenos recuerdos que ojalá pudieran volver a convertirse en presente, no en pasado.

Eres muy grande, por favor, no lo olvides, no olvides nada de lo que te dije, de las palabras que te regalé, de lo que hice por ti, porque lo volvería a hacer una, dos, tres, y un millón de veces más. Porque te lo mereces, te mereces lo mejor que puede existir. No sé muy bien quién eres, pero sé quién me has demostrado ser y haciendo todo lo que hiciste me he convencido de que eres una de esas buenísimas y enormes personas que no se olvidan jamás. Porque estuviste ahí en las buenas y en las malas, me hiciste sonreír a cada momento y cuando nadie lograba hacerlo, me ayudaste, te preocupaste por mí, de defendiste... Y eso, pocas personas o ninguna son las que lo hacen. Gracias, te vuelvo a dar las gracias por no sé cuántas veces más, aunque creo que te mereces algo más.

Gracias por continuar regalándome la sonrisa que me regalaste desde el primer momento. Yo sigo mirándote los ojos y encontrando el cielo en ellos, sigo encontrando en tu mirada todo lo que necesito para sonreír. Ocupas un gran hueco, a pesar de haberme dejado un vacío monumental.

No hay día en el que no me sumerja en mi interior y no te encuentre naufragado en lo más profundo de mi ser. Siempre andas rondando por aquí, aunque en realidad sólo es tu recuerdo el que se mueve dentro de mí. Porque si fueras tú el que de verdad está aquí, no existiría esta soledad que ni la música, ni la escritura pueden llenar.

miércoles, 17 de abril de 2013

No tardes en regresar.

Este añoro corroe poco a poco mi interior, el echarte de menos se está convirtiendo en rutina y la rutina aburre, cansa. Por favor, no tardes en regresar, y cuando lo hagas procura convertir todo esto en lo que un día fue, en lo que un día fuimos. Convirtamos esta distancia en centímetros entre tu cuerpo y el mío, entre tu mirada y la mía. Reconstruyamos la cuerda cargada de buenos momentos que nos ayudaba a subir cada vez más hacia arriba, de la cual apenas queda un hilo a punto de desvanecerse. Transformemos este frío en un abrazo que entrelace tus brazos con los míos.

lunes, 8 de abril de 2013

Vuelvo a echarte de menos.

Si pensabas que ya me había olvidado de ti, aquí me tienes de nuevo, escribiendo para ti, poniendo el alma en cada letra. Tal vez seas tú el que ya se ha olvidado de mí, quizás ya no recuerdes lo que signifiqué para ti... Y aquí estoy yo una vez más para decirte que te extraño, que te sigo queriendo mucho, tal vez demasiado.

Sin ti todo ha cambiado. Mi sonrisa no luce con tanto entusiasmo, está algo cansada, siente dolor, está herida, te echa de menos. Y es que sólo tú lograste  hacerme sonreír en los días más oscuros, fuiste tú la única persona que estuvo aquí para sacarme una sonrisa en mis peores días, y también en los mejores. Y ahora no estás aquí para hacerlo.

Me enseñaste a aprender de mis errores, y a aprender también de ti. Me defendiste, te acercaste a mí cuando viste que no me sentía bien, te preocupaste por mí, me demostraste que te importaba, que no te gustaba verme sin una sonrisa. ¿Por qué todo ha cambiado en tan poco tiempo? ¿Por qué actuamos como desconocidos, si ambos sabemos que nos conocemos muy bien? ¿Por qué nos miramos y bajamos la vista cuando nuestras miradas coinciden, si antes siempre nos sonreíamos?

Creí que la distancia no iba a cambiar nada de sitio, pensé que esta amistad iba a ser más fuerte. Pero el tiempo me ha hecho ver que estaba equivocada. No sé dónde ha quedado la amistad. Lo único que sé es que este sentimiento sigue permaneciendo dentro de mí, me invade, me descontrola, me hace llorar, y a medida que pasa el tiempo crece más.

¿Quién me iba a decir a mí que la misma persona que ayer me hizo reír cada día, hoy me hace llorar cada noche? No hay recuerdo tuyo que no me saque una sonrisa, y a la vez una lágrima. Lloro porque sé que todo se ha convertido en un puto pasado, porque todos nuestros momentos ya no volverán, porque el tiempo ha pasado, porque nada volverá a ser lo mismo de antes, porque tan sólo pensar que ya me has olvidado produce en mí un estado de extrema tristeza. Y sé que volveremos a encontrarnos más adelante en el camino, pero te aseguro que nada podrá volver a ser lo mismo.

Recuerda siempre que siempre te recordaré. Fuiste, eres, y serás alguien grande para mí. Y si, como me dijiste un día, yo fui alguien especial para ti, espero que aún lo siga siendo, aunque no con tanta intensidad como antes, lo sé. Personas como tú no son fáciles de olvidar, son inolvidables. No puedo decirte más de lo que ya sabes, porque ya lo sabes todo, aunque aún no quieras darte cuenta. No quieres ver que, por muy increíble que parezca, eres imprescindible para mí. Eres un gran amigo, una enorme persona. Muy, muy grande.

Te vuelvo a dar las gracias por cada momento que viví a tu lado, cada ataque de risa, cada lágrima que se deslizaba por mi cara de tanto reír... Gracias por haber sido quien eres hasta el momento, por haber aguantado mi pesadez, por haber confiado en mí y seguir haciéndolo muy de vez en cuando, por perdonar mis errores y hacerme aprender de ellos. Gracias por todo.

Mi llanto te recuerda cada vez que patina sobre mis mejillas y me hace recordar a mí que no te gustaba verme sin una sonrisa dibujada, por ello intento sonreír ante los problemas, porque sé que nunca te gustó verme llorar. Pero, a veces, eres tú mismo el que me hace llorar con tus recuerdos, aunque en este caso mi llanto es de alegría. Alegría al saber que la vida me hizo conocer a un amigo increíblemente grande, a una persona que me sacó una jodida e inmensa sonrisa todos los días, aunque ahora  ya no sea así. Gracias, joder, mil gracias.

Repito que nada es lo mismo, pero sé que algún detalle sigue en su lugar. Como, por ejemplo, el darme fuerza para no rendirme. Porque me has ayudado a seguir adelante en todo momento, eso no te lo niego. Me has dado fuerza cuando viste que caí. Y te lo agradezco, te agradezco que aún permanezca algo dentro de ti que te impulse a acercarte hasta mí.

Este añoro corroe poco a poco mi interior, el echarte de menos se está convirtiendo en rutina y la rutina aburre, cansa. Por favor, no tardes en regresar, y cuando lo hagas procura convertir todo esto en lo que un día fue, en lo que un día fuimos. Convirtamos esta distancia en centímetros entre tu cuerpo y el mío, entre tu mirada y la mía. Reconstruyamos la cuerda cargada de buenos momentos que nos ayudaba a subir cada vez más hacia arriba, de la cual apenas queda un hilo a punto de desvanecerse. Transformemos este frío en un abrazo que entrelace tus brazos con los míos.

viernes, 5 de abril de 2013

Llegaremos a tiempo.

Me detengo un momento para intentar recuperar el aliento que la noche oscura y fría me había robado. No alcanzo a oír nada, excepto un continuo canto de grillos y unos lánguidos ladridos de perros aparentemente lejanos. Son las tres de la madrugada y el pequeño pueblo de Tías ya duerme. Yo aún permanezco despierta, asomada a la ventana de mi dormitorio, observando las relucientes estrellas que tanto destacan en este cielo tan oscuro. 

La noche transcurre sin descanso... Yo sigo pensando en mi vida, presenciando el molesto "tic-tac" que las agujas del reloj producen al andar. El tiempo sigue avanzando, y yo continúo perdida dentro de él. Tiempo... ¿Qué es el tiempo? Esa es la cuestión que no me permite dormir. La verdad es que detesto el tiempo, porque no me gusta tener que dejarlo atrás cada día, por verlo pasar y sentir impotencia al no poder hacer nada para evitarlo. No me gusta ver que el hoy será ayer, y el mañana también lo va a ser. Las horas, los días, los meses, los años, la vida... Todo es tiempo y el tiempo se acaba, tal vez sea ese el motivo por el cual la vida también termina. 

Ya son las cinco de la madrugada. Decido cerrar la ventana y regresar a mi cama. Cierro los ojos, pero no la mente. Continúo pensando en el tiempo, preguntándome por qué todo fluye dentro de él. Continúo haciéndome preguntas a las cuales no sé qué responder exactamente. Una lágrima está a punto de deslizarse por mi mejilla, aunque ni yo misma sé por qué. De repente, noto una sensación de peso, como si el mundo se me hubiese echado encima en tan sólo un mísero instante. Me siento sin fuerza. Pienso en salir de mi dormitorio para intentar tranquilizarme, pero acabo de oír hablar por teléfono a mi padre, Miguel, que ya se ha levantado para ir a trabajar. No me apetece dar las explicaciones que mi padre seguramente me pediría respecto a mis lágrimas, sobretodo porque ni yo misma las sé. Así que decido beberme mi propio llanto y compartirlo con la almohada.Sigo sin entender mi llanto injustificado. Todo surgió al querer hablar del tiempo. ¿Será que no supe aprovechar cada grano de segundo que ya ha quedado en el pasado? ¿Será que hoy extraño el ayer? Sí, en esta noche tan pesada, echo de menos el presente que un día viví, el que ya forma parte de mi pasado. Lloro porque he dejado atrás un pasado muy feliz, muchos años, horas, días, momentos, vida... Tiempo. Ya no soy el dulce bebé al que todos deseaban comer a besos, ni aquel bebé que solucionaba los problemas con un llanto y un par de pataletas. Tampoco soy aquella niña la cual era feliz con un simple juguete en la mano. Ya he crecido. Mis heridas ya no son las que me hacía jugando con mis amigos en el colegio, las de ahora tardan más en cicatrizar e incluso cicatrizadas siguen doliendo como el primer día. Mis problemas ya no son únicamente los que encuentro dentro del libro de matemáticas, ahora también encuentro muchos más fuera de él. Todo ha cambiado. El tiempo ha revuelto todo lo que creía tener en orden. 

Poco después, sin darme cuenta, logro detener mis lágrimas. Ya ha amanecido, otra noche ha quedado en el pasado. Comienza otro hoy que también se convertirá en ayer. Y pensando en el tiempo se me ha olvidado levantarme para ir a clase. Apenas quedan cinco minutos para poder peinarme, vestirme, desayunar e ir al instituto. Mi madre, Leticia, toca furiosamente la puerta de mi dormitorio, abre la misma y, con una cara entre dormida y enfadada, me dice:

- Anabel, hija, ¿qué haces aún en la cama? No te va a dar tiempo de llegar puntual a clase y ya sabes que no me gusta que llegues tarde.-

Yo guardo silencio durante unos incómodos segundos, y sólo fui capaz de sonreír, hasta que después dije:- Tranquila, mamá. En la vida nunca se hace tarde. Para mí, lo importante no es llegar a tiempo, sino llegar, sea a la hora que sea. Lo importante es llegar, mamá. Estoy cansada de estar cada día, continuamente, pendiente del reloj. ¿Por qué tengo que vivir dependiendo de dos agujas que no paran de moverse?- Respondí. Mi madre se quedó sin saber bien qué decir ante mis palabras, estaba muy extrañada con todo aquello que me había oído decir. Se acercó a mí, sonrió, me dio un beso en la frente y me dijo:

- Ya, Anabel, hija, pero... Bueno, venga, vístete y déjate de tonterías.

- Mamá, no son tonterías. He llegado a la conclusión de que en la vida merece la pena ir despacio. ¿Para qué quiero darme prisa, para estamparme cuando menos me lo espere contra el punto y final de esta historia, que es la vida? No, mamá. No me voy a dar prisa. Quiero vivir en cada segundo. Lo importante no es solamente vivir una historia, lo verdaderamente importante es escribirla una vez vivida y que, al poner el punto y final, no me quede nada por contar. Y si vivo deprisa no me dará tiempo de detenerme a observar los pequeños detalles y aprender de ellos, a vivir hoy todo el tiempo que mañana dejaré atrás. Si vivo rápido solamente podré vivir un resumen, y yo quiero vivir una historia completa, con todos los hechos. Vive despacio y llegarás a tiempo, mamá. En ocasiones ir rápido te impide llegar, ya que te puede hacer estampar. Las personas, cuanto más deprisa queramos llegar, más tardaremos en hacerlo, y a veces ni siquiera lo logramos hacer.- Dije.

Mi madre se quedó pensativa, y oí como en un susurro comenzó a hablar sola y dijo: "Anabel tiene razón, vivir deprisa no merece la pena. Nunca es tarde para llegar a tiempo. La vida no tiene final, es mi historia la que termina. Mi hija me ha hecho ver que, por muy tarde que sea para cruzar un camino, sé que podré cruzar a tiempo otro. Si la vida me pone barreras para impedirme llegar a tiempo, yo cambiaré de camino. Sé que, vaya por donde vaya, encontraré mi destino. Y si pierdo las primeras oportunidades, ganaré las segundas. Tarde o temprano, sé que llegaré a tiempo. Hoy, a Anabel se le ha hecho tarde y no la dejarán pasar a la clase de primera hora. Pero sé que llegará con tiempo suficiente para entrar en la segunda. El reloj temporiza la vida, no las oportunidades. Nunca se hace tarde para seguir adelante. Ahora es cuando, más que nunca, creo en la famosa frase que dice: cuando una puerta se cierra, otra se abre.”

Me quedé perpleja... Miro el reloj que colgaba en la pared de la cocina, sonrío, me despido de mi madre y, a un paso lento y tranquilo, me voy hacia el instituto. La primera clase ya había terminado, pero la segunda ni siquiera había comenzado.  

Camino de rosas.


Y una vez más me encuentro sentada delante del ordenador, tecleando sobre una hoja en blanco, sin rumbo, intentando construir una historia. Hoy, no me siento del todo bien, me siento sin fuerza, por ello quiero a hablar de la vida, de los caminos pedregosos por los que he logrado pasar, de todo lo que he logrado superar. Y tú, que estás leyendo esto, supongo que te preguntarás por qué asocio mi falta de fuerza con mis malos momentos del pasado; pero lo entenderás, continúa leyendo, que lo entenderás... Te lo aseguro.

En mis débiles momentos, cuando siento que el mundo se me echa encima, me gusta recordar las peores situaciones por las que he pasado. Me gusta darme cuenta una y otra vez de que un día me tocó sufrir, un día la vida me puso zancadillas en las cuales perdí el aliento de vida, me puso barreras para impedirme seguir, me derrumbó, me dejó sola... Pero volví a levantar. Y recordar que a pesar de todo sigo aquí, que nunca me rendí, es lo que me ayuda a subir mi autoestima cuando la tengo por los suelos.

En esta hoja quiero recordar una de mis historias más tristes, porque así podré sentirme más fuerte. Es una de las historias que más me costó superar, pero logré hacerlo. Creo que las personas no sabemos ser fuertes hasta el momento en el que sacar fuerza es nuestra única opción para seguir adelante. Eso es lo que me ocurre a mí. Yo no sé ser fuerte, hasta que llega el momento en el que la vida me obliga a serlo. Y cambiando de tema... No me gusta la oscuridad, me trae malos recuerdos, y ya casi está oscureciendo, así que será mejor que comience con la historia que quiero contar antes de que se vaya el Sol.

Todo comenzó un martes, una noche del mes de abril, mientras yo dormía. La casa permanecía en absoluto silencio, todo aparentaba estar tranquilo. Pero, de repente, escucho un fuerte ruido al lado de mi ventana. Parecía que estaban forzando las persianas, intentando abrirlas. Yo estaba asustada y quise dirigirme hacia la cama de mis padres para sentirme protegida, pero no tuve valor. Mi cuerpo temblaba. Después de unos minutos, todo pareció haberse quedado en un simple susto; pero no fue así. De una forma violenta y repentina, el cristal de mi ventana se rompió debido a una fuerte pedrada. Alcé la cabeza y entre la oscuridad de la noche alcancé a ver una figura esbelta, encapuchada y cada vez más aproximada a mi cama. Era un ladrón.

Quise gritar para pedir socorro, pero entonces el encapuchado se lanzó bruscamente hacia mí y me tapó la boca con su gigantesca mano. El delincuente me advirtió que no gritase, que permaneciese quieta. El impacto de la situación provocó que me desmayase. La verdad es que prefería desmayarme y no enterarme de lo que sucedía, antes de estar despierta y vivir en una auténtica pesadilla.

Estuve casi dos horas sin despertar de mi desmayo. Cuando logré abrir los ojos, y recuperar el conocimiento, me dí cuenta de que estaba en un lugar desconocido. Mi boca permanecía tapada con un esparadrapo, tenía las manos atadas tras el respaldo de la silla en la cual estaba sentada. Era un secuestro. Yo era la secuestrada. La situación era semejante a la de una película de terror, pero era la realidad; la absurda realidad. Y sentía miedo, mucho miedo. Extrañaba a mi familia y mis ojos no se cansaban de llorar.

Después de unos instantes, el secuestrador se acercó a mí, rozando la punta de un afilado cuchillo sobre mi nariz. Me temí lo peor. Tenía únicamente diecinueve años, no merecía morir tan pronto y menos asesinada.

- ¿Por qué lloras, pequeña Isabelle? - Dijo el secuestrador con una sonrisa sarcástica formada en su rostro.

No me atreví a responder, estaba tan asustada que no me salían las palabras. Y aunque quisiera, no podía hablar, ya que mi boca permanecía tapada. Lo que me extrañó fue que el encapuchado supiese mi nombre. Sería alguien cercano cuyo objetivo era hacerme daño, supongo. Pero no me importaba saber quién era la persona que me había secuestrado, lo único que me importaba era salir de aquel lugar tan oscuro y solitario en el que me encontraba.

Transcurrieron tres días. Seguía atrapada entre las garras de un diablo. Aún estaba secuestrada. Apenas había comido. Me dolía todo el cuerpo, no sentía las piernas. No entendía qué quería de mí el tipo repugnante y malvado que me tenía en aquel lugar. No había vuelto a acercarse a mí desde aquel momento que me vio llorar, pero volvió a hacerlo de nuevo. Esta vez no tenía un cuchillo, sino una rosa cargada de espinas. Me quitó el esparadrapo de la boca, me desató las manos y me dijo: ¿Ves la rosa que tengo en mis manos? Te la he traído a ti, pero ten cuidado al cogerla, porque está cargada de espinas. Es semejante a la vida. Si tú pudieses poner la vida sobre tus manos te darías cuenta de que también está cargada de espinas. Pero esas espinas se pueden eliminar, así que no sientas miedo; no llores. Mira, te irás de aquí sin saber quién soy, aunque sí sabrás por qué te he secuestrado: lo he hecho para que te des cuenta de que el miedo y el llanto no te llevan nunca a ningún lado. Tu vida ha tenido muchas espinas, lo sé porque te conozco desde hace tiempo. Pero, si te paras a pensar, ¿cuántas espinas has sido capaz de superar? Todas, las has superado todas. Por ello debes sonreír, y sentirte alguien extremadamente fuerte.

Yo no respondí nada, me quedé perpleja. Horas después, quedé en libertad y volví a ver el resplandor del Sol. Me despedí de la oscuridad. Un poco desorientada, regresé a casa y mi familia me abrazó tan fuerte como nunca. Mi madre me preguntó qué me había pasado y yo, sonriente, le dije: “no ha pasado nada, mamá. Tropecé con una espina del camino, nada más. Pero he sacado mi fuerza y aquí estoy de nuevo, contigo y nuestra familia, mamá, estoy tan sana como una rosa sin falta de agua.”

Mi madre sonrió y me abrazó de nuevo. Yo volví a sentirme feliz y aprendí que si la vida es fuerte, yo lo debo ser más. Aprendí a luchar incluso en la más profunda oscuridad. A darme cuenta de que lo doloroso no es solamente la caída, sino quedarme en el suelo después de haber caído. Sé que la vida no sólo regala flores... Y cuando me regale espinas, de ellas yo haré rosas.

Castillos de arena.


Está claro que los tiempos cambian, la vida avanza, el reloj siguen andando... Y yo sigo creciendo, todos seguimos creciendo. Parece que fue ayer cuando nací, pero hoy ya me encuentro con setenta y ocho primaveras delante de mí. No sé si he sabido aprovechar el tiempo del todo bien, tal vez algunas horas se me hayan caído del bolsillo mientras andaba. Aunque pienso que ningún tiempo se pierde, mientras uno esté vivo.

Siempre he sido un hombre de campo, de esos que sustituyen el marrón por el canelo, y el azul celeste por el azul flojo... Nací en la mar, me he criado en la mar, y en la mar moriré. Llevo pescando desde que tenía cinco años, fue mi padre, Manuel, quien me enseñó a hacerlo. Todas las tardes yo iba a pescar con él y recuerdo que siempre me decía: “Jose, hijo, nunca intentes pescar el pez más grande; confórmate con coger alguno, aunque sea pequeño. Lo que aparenta ser pequeño pequeño, en ocasiones, suele ser muy grande.” Y tenía razón. Es igual que en la vida... En ella, hasta las personas más pequeñas pueden convertirse en las más grandes.

Mis amigos se reían de mí, decían que pescar era asunto de viejos, que los niños pescadores eran inferiores. Yo nunca les hice caso. Siempre me ha gustado tomar mis propias decisiones, de lo contrario me convertiría en alguien que no soy. Me gusta ser como quiero ser, no como los demás quieren que sea. Nunca me he llegado a sentir inferior, y a estas alturas no creo que alcance a sentirme así.

Puede que yo sea del campo, que haya crecido entre corrales de animales, que cada día haya respirado un aire cargado de estiércol; que desde niño haya trabajado en las tierras de mi padre, en lugar de ir a la escuela. Aunque sea un poco inculto... ¿Nadie se ha dado cuenta de que la gente como yo, del campo, es la gente más fuerte? No me quiero echar flores a mí mismo, pero realmente pienso así. En el campo se pasó mucha hambre, se sufrió mucho, y nadie se dio por vencido. ¿No es eso ser fuerte?
Cuando yo nací fui una gran carga para mis padres, no sabían con qué mantenerme. Pero era su hijo, y tenían que sacarme adelante. Mi padre, de día, trabajaba en la mar; y de noche lo hacía en la calle, vendiendo la vieja ropa que en casa apenas se usaba. Mi madre, llamada Aurora, lavaba la ropa de los vecinos a cambio de que estos le pagasen. También asaba castañas en una calle cerca de casa. Ambos se pasaron la vida trabajando. Nunca pudieron comprarme un juguete, pero sí me dieron de comer, me abrazaron para calmar el frío en los meses de invierno, y me dieron todo el cariño que un niño necesita. El camino de la vida nunca es fácil, y lo es menos aún cuando hay marejada. Mis padres actuaron como un rompeolas, para así evitar que yo me ahogase. Y estoy muy orgulloso de ellos.

Mi infancia no fue fácil, pero sí feliz. No podía comprarme juguetes, por ello los fabricaba yo. Mi preferido era la moto, un juguete fabricado con un trozo de madera pegado a un vacío tarro de leche condensada, en el que dentro introducía una vela encendida para que ejerciera del foco delantero que tienen las motos de verdad. Las ruedas eran mis piernas, la carretera era un llano cubierto de secas hierbas, y mi boca hacía el ruido que hacen las motos al acelerar. Todo consistía en tener la suficiente imaginación como para sentirme un verdadero motorista. Lo mejor era que nunca se acababa la gasolina. Qué buenos recuerdos...

Siempre he tenido cara de pocos amigos, pero tuve muchas amistades. Amistades que perdí con el paso del tiempo, porque todos mis amigos fueron marchándose del pueblo... Se fueron a vivir a la cuidad. Yo no me atreví a hacerlo. Mi hogar era el campo, allí me crié. No soportaría vivir en un lugar rodeado de edificios, en el que únicamente se oyen coches pasar. Desde siempre me ha gustado asomarme a la ventana y ver los árboles, salir a la calle y oír el canto de los pájaros, verme rodeado de montañas y corrales de animales, así que me quedé en el pueblo, en el campo.

Mis amigos comenzaron a enriquecerse. En la ciudad había bastante trabajo y por ello ganaban mucho dinero. Nunca me escribían ninguna carta para ponerse en contacto conmigo y cuando lo hacían era para restregarme su riqueza por mi cara. Cambiaron su personalidad. Para ellos, pasé de ser “Jose, el amigo” a “Jose, el conocido”. Claro, yo era alguien mugriento y ellos tenían una alta clase, así que no podían llevarse conmigo. No eran capaces de ver que ellos también fueron lo que fui y sigo siendo yo... Un hombre del campo, trabajador, luchador, humilde, honesto, y pobre. Ya se habían adentrado en una nueva vida, ahora eran ricos que ignoraban a los pobres. Pienso que el dinero arruina a las personas. Los ricos, si más tienen, más quieren para ellos. Y los pobres que menos tienen son los primeros que se ofrecen para darle a los que estén por debajo de ellos.

Yo seguía y sigo siendo feliz, con o sin amigos. Mi conciencia está tranquila. No he hecho nada para que se distanciaran así de mí. Me asilaron por ser pobre. Pero en realidad soy el más rico. No tengo dinero, pero tengo personalidad. No tengo una gran casa, pero puedo dormir bajo un techo. No soy uno de los peces más grandes, pero soy un pez. Pez al que echaron de su banco. Mi padre me enseñó a no discriminar a los peces por muy pequeños que fuesen. Y le hice caso, pero debí enseñarle la misma lección a mis amigos. Ahora, yo soy un pequeño pez al que han abandonado. Nadie se dio cuenta de que fui y sigo siendo alguien grande. Las personas grandes no son las más altas de estatura, sino aquellas que han sabido estar ahí en las buenas y en las malas, las que han sacado una sonrisa en tiempos de tormenta, las que nunca se han rendido... Esas son las personas grandes. Y yo siempre he estado ahí para ayudar a todo el mundo, aunque no me hayan pagado con la misma moneda. Yo he hecho sonreír a todas las personas que están a mi alrededor, y en todo momento. Nunca me he rendido. Yo soy muy grande. Lo sé.

Las personas que están en lo más alto, no significan que sean las más grandes. Puede que mis amigos sean ricos, y yo no. Puede que ellos vivan en un alto castillo, y yo en una humilde cabaña. Pero no se dan cuenta de que sus castillos son de arena, y se pueden volar hasta con la más pequeña ráfaga de viento. Y cuando se vuelen sus castillos, yo no les ofreceré mi cabaña.